La
emergencia nacional que vive el país se ha reducido, en medio de las
elecciones, a una especie de horrendo cuadro (utilizo la analogía que Zygmunt
Bauman usa para la Shoah) que, enmarcado y colgado en una pared, subraya “su
especificidad frente al resto del mobiliario”. Las víctimas, la injusticia y el
dolor que describe suponen que los autores de esa realidad son los criminales y
una equívoca política de Estado. Sin embargo, pretender que esa realidad es una
herida en un Estado sano, y no uno de los productos de la manera en que el
Estado es y continúa siendo administrado, no sólo es una falsa exculpación,
sino una forma del desarme moral y político de los ciudadanos.
Así,
todo en ese cuadro sucede entre criminales y estrategias fallidas que un nuevo
partido en el poder descolgará y guardará en el desván del pasado. Cuanto más
culpables sean los criminales y Calderón, más a salvo estará la nación y más
importancia en el imaginario político cobrarán las elecciones y las
instituciones políticas. “Si la atribución de la culpa –dice Bauman– se
considera equivalente a la localización de la causa, ya no hay motivo para
poner en duda la inocencia y la rectitud del sistema social” en el que vivimos
y la calidad de sus instituciones políticas.
Sin
embargo, la emergencia nacional que describe el cuadro es demasiado complicada
para explicarla con esos reduccionismos. Cuando uno se acerca a él nos damos
cuenta de que en realidad no se trata de un cuadro, sino de una ventana por la
que la luz entra y deja ver las ruinas de la casa, aquello que el discurso de
los medios y de las partidocracias quieren mantener invisible haciéndonos creer
que todo, con excepción del cuadro, está en orden.
Una
de esas cosas invisibles es la manera en que México ha sido gobernado desde el
mundo novohispano: el patrimonialismo, una forma de gobierno en la que, según
Max Weber, una persona o un partido político, ayudados por sus servidores,
tratan los bienes públicos como propios. Lo que en el mundo novohispano era
usado por el rey, los virreyes y sus intrincadas burocracias para beneficio del
rey, se transformó con la Revolución Mexicana en la dominación de un partido,
cuyo presidente –un sustituto degradado del rey– cambiaba cada seis años pero
mantenía intocada la estructura burocrática del Estado que, a través de
prebendas, de círculos de complicidades, de reparto racionalizado de los bienes
públicos, preservaba, semejante a una mafia, el control y el uso de la nación.
Aunque
en el 2000 vivimos una aparente transición a un sistema democrático, en
realidad la estructura patrimonialista se mantuvo intocada y el partido único
se transformó no sólo en varios, sino en diversos patrimonialismos. El
presidente y el partido en el poder dejaron de ser el rey y sus lacayos para
multiplicarse, según el turno “electoral” de los partidos, en uno por cada
Estado.
Lo
que mostró la supuesta transición democrática y la idiota guerra de Calderón es
que en realidad el sistema de complicidades del patrimonialismo de los
gobiernos revolucionarios era un sistema delictivo que, al igual que el de las
mafias, se fracturó en partidos que, semejantes a esas mismas mafias, se
disputan junto con ellas el control del poder, de los territorios y de los usos
ilícitos de la nación y de sus bienes.
El
problema del crimen organizado y de la emergencia nacional es inexplicable sin
estas formas del patrimonialismo con las que de maneras cada vez más degradadas
se ha regido a la nación. Si el crimen organizado nos está dañando como lo
hace, es a consecuencia de ese patrimonialismo que desde siempre –recordemos al
Negro Durazo en la época de López Portillo– lo ha incluido en su sistema
político. Ese sistema, multiplicado, lleva a cada partido, gobernador o
presidente en turno a negociar con toda suerte de delincuentes para mantener el
poder, mientras una ciudadanía que no ha aprendido la difícil tarea de la
democracia cree que un simple cambio de gobierno, sin cambiar las estructuras
patrimonialistas de los partidos y del Estado, sanará a la nación. En las
condiciones de emergencia nacional en las que vive el país, la política –y las
elecciones son su prueba más clara: prebendas, cuotas de poder, protección a
delincuentes políticos, negociaciones con instituciones corrompidas y guerra
sucia– no es, como quería Clausewitz, la continuación de la guerra, sino de la delincuencia,
por otros medios.
El
país –lo muestra el cuadro al que la clase política y los medios de
comunicación quieren reducir la emergencia nacional– está en ruinas y necesita
no sólo la destrucción de los patrimonialismos partidistas, es decir, la
refundación de sus instituciones políticas y sociales, sino de la movilización
ciudadana. Una ciudadanía que cree que las urnas son la democracia y que un
nuevo gobierno podrá descolgar el horrible cuadro, que en realidad es nuestra
vida diaria, seguirá pagando el costo de creer en las partidocracias: la
corrupción, la indefensión, la criminalidad y la injusticia. Cuando la
embriaguez de las elecciones culmine, la cruda nos revelará que la emergencia
nacional no era un cuadro, sino la ventana de nuestra realidad política.
Además
opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los
zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los
crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de
San Pedro, liberar a todos los presos de la APPO, hacerle juicio político a Ulises
Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra
de Calderón.
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